lunes, 30 de abril de 2012

El silencio de la muerte

Esto que voy a contar pasó de verdad. Hace ya bastantes años de eso. Ni siquiera recuerdo el año. Pero recuerdo la fecha aproximada, como para olvidarlo... Cosas así, como las que pasaron aquel día, nunca se olvidan.

No recuerdo el año,  ni la fecha exacta, pero si recuerdo que era una noche lluviosa del frío mes de Noviembre. Ese día, mi hermana, mi madre y yo estábamos en la consulta de un hospital, ya que, tanto mi hermana y yo teníamos la gripe o faringitis.
Sobre las 5 de la tarde llegamos al hospital. La secretaria nos dijo que en unos minutos nos atendían. Una familia estaba delante nuestra, después veníamos nosotros. Ese día yo tenía mucha fiebre, estaba somnoliento, como es lógico, pero todavía me quedaban fuerzas para prestar atención a todo lo que me rodeaba; las gotas de lluvia al chocar contra los cristales, el sonido del teclado de la secretaria, los pasos por los pasillos, el penetrante tic tac del reloj de la sala, el zumbido del movimientos de las piernas de mi hermana que colgaban de la silla, mi entrecortada respiración... Creo que fue mi capacidad de concentración en aquel momento el hecho que lo que pasó en aquella fría y lluviosa tarde de Noviembre se quedará grabado en mis recuerdos para siempre.
Habían pasado ya unos 10 minutos cuando un hombre llegó, con su hijo de unos 5 años, apoyado contra su pecho envuelto en una pequeña mantita para bebés. El hombre aquel, se alejó de todo ser viviente de la sala, se acurrucó en un rincón, como si todos nosotros fuéramos peligrosos, contagiosos o como si él quisiera evitar contagiarnos a nosotros.
Todavía con la fiebre, estaba yo apoyado sobre el regazo de mi madre, cuando entró ese hombre. Prácticamente no habían pasado ni 3 minutos cuando la enfermera lo llamó. El hombre, antes de levantarse miró a su hijo, con los ojos empapados en lágrimas, se levantó y siguió a la enfermera. Mi mente inocente no entendía aquella situación, pero a lo largo de los años y de tanto recordarlo lo llegué a comprender.
Justo cuando salió aquel hombre, el pediatra de turno, el que nos iba a atender, entró en la sala y dijo que se iba a retrasar, ya que había surgido una urgencia. Nosotros, sin saber qué hacer, nos quedamos allí esperando. Las horas fueron pasando tan lentas como la caída de las hojas y se hicieron tan pesadas como las rocas que sustentan la tierra.
No paró de llover hasta el amanecer del día siguiente, era una noche muy fría. Y a medida que pasaban las horas, me encontraba más cansado y débil, pero todavía era capaz de percibir todo mi alrededor, ya no era todo una sala de espera normal, con sus típicos sonidos, ya no, había un total silencio sepulcral, el silencio de la muerte, ni siquiera el repiqueteo de las gotas de lluvia fue capaz de romper aquel silencio. 
Pasadas unas largas horas, ese silencio se rompió con la voz de le enfermera que nos llamaba para pasar a consulta. Allí, en esa sala pequeña, el pediatra con rostro apagado, nos recibió con poco entusiasmo. Le conocía de toda la vida, era mi pediatra de cabecera. Mi madre, un tanto indignada por las horas de espera, le preguntó el motivo exacto de tantas horas de espera. Él, por la confianza mutua que había de tantos años siendo nuestro pediatra, nos dijo con voz lúgubre que había entrado de urgencia un niño de unos 5 años afectado gravemente de Meningitis C. Hubo que intervenir, pero no consiguieron salvarlo.

No recuerdo el gesto de mi madre, pero sé que a todos nos pesó esa noticia. No consigo recordar más detalles de ese momento, la edad y la fiebre han hecho lo suyo, pero sí recuerdo que, el salir del hospital rumbo al coche bajo la lluvia, le pregunté a mi madre que era aquello dr Meningitis. Sólo fue capaz de decirme que es una grave enfermedad que no tiene piedad.

Eso es todo lo que recuerdo de aquella fría tarde. Era muy pequeño para recordar todos los detalles, pero el pesar del recuerdo, se quedó grabado en mi mente y allí perdurará para siempre...

-Dave Arges-

jueves, 26 de abril de 2012

Palabras


Cada palabra que decimos expresamos sentimientos
por medio del lenguaje articulado.
Si expresamos los sentimientos con cada palabra
¿Por qué me hieres a diario?

Por cada palabra que diriges hacía mi
agua fría es lo que recibo y me mojo
Por cada palabra que sale de tu boca
me traspasa como esapada hasta tocarme el hueso

Todos los días espero callada a recibir más
sé que vendrán porque tu actitud y tu mirada no me engañan
Yo solo trato de cubrirme con mi escudo de indiferencia
pero de algún modo u otro sabes derribarlas y entras.

Sigo cada día luchando por vencerlas
pero cuando lo estoy consiguiendo
tus palabras me destroza constantemente al decirlas
y solo me queda mi llanto y seguir escuchando.

D -No es Dave, es una amiga de Dave-

Una dedicatoria muy especial

Hace ya unos cuantos años, en 2009, una mañana cualquiera de Octubre me dirigía a clase, por aquel entonces cursaba 1º de Bachillerato. A unos 50 metros de llegar a la entrada del instituto IES Antonio Maura, una muy buena amiga me paró, y con dos tiernos besos me saludó, y lo primero que dijo fue:
-Te presento a Fátima, es nueva, irá a tu clase. No conoce a nadie en este instituto, salvo a mí.
-Hola Fátima -nos dimos dos besos- Me llamo Dave, me dirijo a clase, si quieres ven ahora conmigo y te voy mostrando todo aquello que consiste en nuestro recinto educativo.
-Hola Dave -respondió ella con su dulce voz- iré contigo.
Cuando nos dirigíamos a clase, me quedé maravillado de su largo cabello castaño. Es fácil ver grandes cabelleras, pero como aquella, no, no las hay como aquella. 
Los próximo que recuerdo de aquel día, es la primera clase que tuvimos. Era la clase de griego, ese día recitábamos de memoria el alfabeto griego. El aula era un zulo apestoso, pero no había otro sitio a donde ir. En aquella clase, con voz un tanto tímida, me confesó que le gustaba el anime, le encantaba los Judas Priest y que dibujaba elfos a todas horas (según ella, me parezco a un elfo). Otras cosas por añadir a mi lista de maravillas de Fátima.
No recuerdo todas las horas que hemos pasado juntos en clase, en su casa, en la mía (estudiando y haciendo trabajos escolares, mal pensados) pero si que recuerdo los momentos que realmente han valido la pena. Momentos épicos, como cuando hacíamos las disertaciones filosóficas en clase, de tal modo, que aplastábamos las disertaciones de los demás compañeros. Cuando hablábamos de literatura, arte, cultura y filosofía. Momentos en los cuales nos la sudaba el mundo, momentos en los cuales lo único que nos importaba éramos nosotros y lo que tuviéramos que decir.
En 2010, ella decidió cambiar de Bachillerato, se pasó del Humanístico al Artístico. Cuando me lo dijo la llamé desertora, pero me alegré por ella, tiene talento, tanto en literatura tanto en dibujo, una crack. En segundo de Bachiller tan sólo coincidíamos en la clase de Historia de Arte, una de mis favoritas. Y también coincidíamos en los recreos. En las excursiones que hacíamos sobre Historia del Arte, siempre nos juntábamos los dos para observar, compartir opiniones, criticar, y por qué no, hacer chistes sobre las obras que observábamos.
Ya en 2011, le presté todos mis apuntes y libros para que pudiera estudiar para la selectividad. Yo me presenté en la convocatoria de Junio, ella de Septiembre. Así que, dada mi experiencia universitaria, la ayudé en cuanto pude. Al final aprobó y ahora se encuentra en la Universidad de Barcelona estudiando no Bellas Artes como todo el mundo creía, sino, Lenguas Hispánicas.
Hace un par de días que decidí crear este Blog, y como no, le pedí consejo a mi queridísima amiga Faty. Ella me dijo que sería conveniente escribir sobre temas variados, ya fuesen literarios, criticas, dedicatorias, obras mías... y por último, le pedí que me diera un nombre para ponerle al Blog. Y me contestó:
-El rincón del alma pensante
-Faty, eres divina -le respondí- lo has clavado, eso le pondré. Y como gratitud, te dedicaré una dedicatoria.

Y esta es mi dedicatoria para Faty. Una grandísima amiga, que siempre me ha ayudado en mis desvaríos, en mis confesiones, y evidentemente, en los estudios. En muchos aspectos me has salvado de la ignorancia. Gracias por todo. Nunca sabré como agradecértelo.

-Dave Arges-

miércoles, 25 de abril de 2012

El recuerdo

Acabo de despertarme envuelto en esta oscuridad absoluta que impregna la habitación de motel. Las pesadilla llevan días sin dejarme dormir ¿serán los nervios?¿los miedos?¿la incertidumbre de lo que me depara?¿no saber qué hago aquí y por qué huyo?¿no recordar que he hecho? Demasiadas preguntas como para poder dormir. 
Pasan las horas y sigo sin poder cerrar los ojos. Tomo un vaso de whisky para calmar la sed, y al cerrar de nuevo los ojos se me aparecen las imágenes que llevan días acechándome por las noches. Abro los ojos y la veo allí, de pie, junto la puerta, con el camisón manchado de sangre mirándome fijamente. Cierro de nuevo los ojos para no verla y me hundo en un lago de oscuridad. Las tinieblas me engullen y se apoderan de mí mientras una voz cercana clama de dolor y me veo a mí, empapado en sangre, sujetando un cuchillo con la mano izquierda. Abro los ojos de nuevo. La habitación sigue igual. Ella no está. ¿Ha vuelto de entre los muertos?¿Por qué está aquí? Mucha incertidumbre... Todo me parece extraño y lejano. No entiendo nada. No soy capaz de recordar quién es ella.
Vuelvo a tomar otro vaso de whisky, esta vez, para calmar los nervios y otro vaso para que el alcohol me deje inconsciente. Me quedo dormido de nuevo y vuelve a aparecer la pesadilla que me perturba. 
Allí, me encuentro yo, sentado en el sofá de una casa cuyo recuerdo me es borroso, lleno de ira. Algo muy malo ha sucedido, no recuerdo el qué. Ella, luciendo su hermosa cabellera rojiza por encima de su pecho, al verme, se paraliza, asustada, mirándome fijamente, hace un ademán de huir, pero en ese instante no sé que sucede, todo pasa muy rápido. Cuando acaba, yo, encima de ella, contemplo como la vida se apaga en sus hermosos ojos verdes, en mi mano izquierda sujeto un cuchillo de cocina que no recuerdo haber cogido, mi ropa impregnada de sangre, se adhiere a mi pecho. Sin darme cuenta de mis impulsos suelto el cuchillo, la abrazo y suelto un grito que ningún ser en el universo podría describir.
Con un terrible sobresalto me despierto con el corazón a punto de salirme del pecho. ¿Qué he hecho?¿Por qué? No lo recuerdo. He matado al único ser que he amado, mi Luna, mi Sol, mi Cielo, te he hecho daño, y no sé por qué. La pesadilla sigue, no cesa. Me perturbará hasta el fin de los tiempos. Sólo queda una salida. La fácil y rápida. La eficaz. Es hora de acabar con esto. Ato un extremo de la cuerda de la cortina a mi cuello y el otro extremo al palo de la mismo. Subo a una silla y me dejo caer. Todo acaba. Todo termina.

-Dave Arges- (con influencia de El Cuervo de Edgar Allan Poe)

La vuelta al mundo de 80 días


¿Quién no conoce esta novela de Julio Verne? Seguramente tendréis cierta idea de lo que trata. Pues, os quiero mostrar el último párrafo de esta gran obra, ya que me ha gustado mucho. Después de llegar a Londres y recibir el dinero ganado en su apuesta (20.000 libras) tan solo gana 1.000 dado que se gastó 19.000 por el camino (sobornos, compras, pagos...) y esos mil extra los reparte entre su fiel servidor Passepartout y el inspector de policía, el Agente Fix. Y en su travesía por la India, rescató a una joven viuda que iba a ser sacrificada, Aouda, que finalmente, ella y Phileas Fogg acaban enamorados y casados. Hecho un breve resumen de ciertos acotencimientos, doy paso al último párrafo de la novela. (siento ser spoiler, pero es para que tengáis cierta idea de lo que hablo).

Así, pues, Phileas Fogg había ganado su apuesta. Había realizado en ochenta días un viaje alrededor del mundo. Había empleado para hacerlo todos los medios de locomoción, paquebotes, trenes, coches, yates, barcos mercantes y hasta trineo y un elefante. El excéntrico gentleman había desplegado en la empresa sus maravillosas cualidades de serenidad y de exactitud. Pero ¿y qué? ¿Qué había ganado a lo largo de ese viaje? ¿Qué había obtenido de él? Nada, se dirá. Nada, en efecto, sino una mujer encantadora que, por inverosímil que pueda parecer, hizo de él el más feliz de los hombres.
Y, en verdad, ¿quién no daría, por menos de eso, la vuelta al mundo?

Poema del Rey Uzaf Uddaul a la Reina de Ahmehnagara


Este poema sale en "La vuelta al mundo en 80 días", momentos antes de rescatar a la princesa Aouda de ser incinerada viva por un ritual hindú. He buscado sobre ese supuesto rey, y parece ser que tan solo se menciona en dicho libro, no sé si fue real o no, da igual, lo que importa es el contenido. Me ha gustado mucho este poema y por eso mismo, he decidido publicarlo. ¡A disfrutar!

Su reluciente cabellera, dividida perfectamente en dos partes, enmarca los armoniosos contornos de sus mejillas delicadas y blancas, frescas y brillantes. Sus cejas de ébano tienen la forma y la fuerza del arco de Kama, dios del amor, y bajo sus largas y sedosas pestañas, en las negras pupilas de sus grandes ojos límpidos, nadan, como en los lagos sagrados del Himalaya, los más puros reflejos de la luz celeste. Finos, iguales y blancos, sus dientes resplandecen entre sus labios sonrientes, como gotas de rocío en el seno entreabierto de una flor de granado. Sus lindas orejitas de curvas simétricas, sus sonrosadas manos, sus piececitos arqueados y tiernos como las yemas del loto, brillan con el resplandor de la más bellas perlas de Ceilán y de lo más hermosos diamantes de Golconda. Su delgada y flexible cintura, que una sola mano podría ceñir, realza las elegantes curvas de sus caderas y la riqueza de su busto, en el que la juventud en flor ostenta sus más perfectos tesoros. Bajo los sedosos pliegues de su túnica, parece estar moldeada en plata pura por la divina mano de Vicvacarma, el inmortal escultor.

Jax y la Luna


Este es otro fragmento de "El Temor de un Hombre Sabio". Es una historia que cuenta uno de los personajes, me gustó mucho así que por eso he decidido publicarlo. Es un resumen, ya que en el libro original es más largo, pero sólo me he saltado detalles, lo esencial está presente.
Va para todas las Lunas.

Hace mucho tiempo, antes que existieran los actuales reinos. En un pequeño pueblo de la Mancomunidad, nació un niño llamado Jax. Jax nunca tenía suerte, si compraba un helado se la caía, si jugaba a la pelota se le pinchaba, si se compraba unos zapatos, se le rompían con rapidez. Nunca sonreía, nada le hacía sentirse feliz y nada le divertía. No tenía nada, salvo una mansión media reducida a escombros por su antigüedad que se encontraba a las afueras del pueblo.
Volviendo a su casa, se encontró con un calderero con tres fardos, uno grande, otro mediano y otro pequeño. Al ver a Jax triste le preguntó:
-No estás muy feliz, chico.
-Nada ni nadie es capaz de hacerme feliz.
-Yo, en estos fardos tengo muchas cosas que te harán feliz, si quieres te la puedo vender.
-Te digo que si me haces feliz te estaría muy agradecido, pero no tengo dinero para pagarte- dijo Jax.
-Pues eso va a ser un problema -repuso el calderero-. Porque lo mío es un negocio, no sé si me explico.
-Si encuentras algo que me haga feliz, te daré todo lo que tengo, aquella mansión de allí -dijo señalando hacia atrás- y si no tienes nada que me haga feliz, me quedaré con tu fardo más pequeño y con tu sombrero.
-Acepto el trato -El calderero no estaba muy dispuesto a dar su sombrero, le había cogido cariño, pero estaba totalmente seguro de tener lo que aquel chico buscaba, no tenía nada que perder.
Entonces, el caldedero abrió su farda más grande, y sacó un peonza. El niño ni se inmutó. Luego un soldadito de plomo, el niño lo ignoró. Así fue sacando distintos juguetes hasta que vació el fardo, ninguno convenció al niño. Luego el caldedero abrió su fardo mediano, y empezó a sacar objetos de más valor: joyas, ropa, zapatos... pero nada pudo impresionar a aquel niño con los zapatos rotos, pero en ese momento alzó la vista y vio la Luna en todo su esplendor.
-Ya he elegido- dijo el niño.
-Buena elección, esos zapatos son de buena calidad.
-No me refiero a los zapatos, me refiero a eso, la Luna- le respondió.
-¿La Luna dices? Bendito loco. No te la puedo dar, la Luna es libre, nadie puede poseerla- le contestó con una sonrisa burlona en la cara.
-Sólo seré feliz cuando la posea. si no puedes conseguirme la Luna, dame lo acordado- soltó de forma áspera.
El caldedero, de mala gana le tendió el fardo pequeño y de forma nostálgica, le tendió el sombrero aunque se resistió, le tenía bastante cariño.
-¿Puedo quedarme con el sombrero? Le tengo cariño- dijo con esperanza el caldedero.
-No, un trato es un trato. Pero puedes quedarte con mi mansión, no la voy a necesitar. Voy a seguir a la Luna hasta poseerla.
Dicho esto, se marchó rumbo al norte, hacia la Luna. Caminó durante días, meses, años, nunca supo cuanto tiempo estuvo caminando. Cruzó medio mundo tras la Luna sin poder alcanzarla. Le costaba mucho seguir a la Luna porque en aquella época la Luna estaba siempre llena. Colgaba en el cielo, redonda como una taza, reluciente como una vela, inalterable.
Tras tanta distancia, tras tantos kilómetros, la piernas le flaqueaban, pero al final de la cuesta la cual estaba subiendo, vio a un anciano sentado junto una cueva. Tenía una larga barba gris. No tenía pelo en la cabeza ni calzado en los pies.
Al ver a Jax se le iluminaron los ojos. Se levantó y sonrió.
-Hola, hola -le saludo con calurosa voz-. Te encuentras muy lejos de todo. ¿Cómo estña el camino?
-Largo -contestó Jax-. Y duro y cansado.
El anciano invitó a Jax a sentarse, le ofreció agua y frutas. Y Jax preguntó:
-¿Qué haces tan lejos de todo?-
-Encontré esta cueva mientras perseguía el viento y me quedé en esta cueva porque va muy bien para lo que hago -le contestó-.
-Y ¿qué haces? -preguntó Jax.
-Soy el que escucha -respondió el anciano-. Escucho lo que las cosas tengan que decir.
-Ah -dijo Jax con cautela-. Y ¿este es un buen sitio para hacer eso?
-Sí, muy bueno. Excelente -confirmó el anciano-. Para aprender a escuchar como es debido debes alejarte mucho de la gente. -Sonrió-. ¿Qué te ha traído por mi cielo?
-Busco la Luna. Quiero atraparla. si pudiera estar con ella, sería feliz.
El anciano lo miró con seriedad.
-¿Quieres atraparla?¿Cuánto tiempo llevas persiguiéndola?
-He perdido la cuenta de los años y kilómetros.
El anciano cerró un momento los ojos y asintió con la cabeza.
-Sí, puedo oírlo en tu voz. No es un mero capricho. -Se inclinó y acercó su oreja al pecho de Jax. Cerró los ojos otro largo rato y se quedó muy quieto-. Oh -dijo en voz baja-, qué triste. Tu corazón está roto y nunca has tenido oportunidad de utilizarlo.
Jax se cambió de postura un poco turbado.
-¿Cómo te llamas' -preguntó Jax-. Si no te molesta que te lo pregunte.
-No, no me molesta -repuso el anciano-. Siempre que a ti no te moleste que no te conteste. Si tuvieras mi nombre, tendrías poder sobre mí, ¿no?
-Ah, ¿sí?
-Por supuesto. -El anciano frunció el entrecejo-. Eso es asó. Aunque no parece que sepas escuchar, es mejor tener cuidado. Si consiguieras atrapar aunque solo fuera un trocito de mi nombre, tendrías poder sobre mí.
-¿Podrías ayudarme a atrapar a la Luna?
-Quizá pueda darte algún consejo -dijo el anciano de mala gana-. Pero primero deberías reflexionar sobre esto, chico. Cuando quieres algo,  tienes que asegurarte de que eso te quiere a ti, porque si no, pasarás muchos apuros persiguiéndolo.
-¿Cómo puedo saber si me quiere? -preguntó Jax.
-Podrías escucharla -dijo el anciano casi con timidez-. A veces, eso hace maravillas. Yo podría enseñarte a escuchar.
-¿Cuánto tardarías?
-Un par de años -respondió el anciano-. Más o menos. Depende de si tienes un don para ello. Escuchar como es debido no es fácil. Pero cuando le cojas el truco, conocerás a la Luna casi tan bien como te conoces a ti mismo.
-Es demasiado tiempo. si consigo atraparla, podré hablar con ella. Podre hacer...
-Bueno, eso es parte del problema -le interrumpió el anciano-. En realidad no quieres atraparla. En realidad no. ¿Piensas seguirla por el cielo? Claro que no. Lo que quieres es conocerla. Eso significa que necesitas que la Luna venga a ti.
-¿Cómo puedo conseguir eso?
-Bueno, esa es la cuestión, ¿verdad? -dijo el anciano sonriendo-. ¿Qué puedes ofrecerle a la Luna?
-Solo puedo ofrecerle lo que llevo en este fardo.
-No me refería a eso -masculló el anciano-. Pero si quieres, podemos echar un vistazo a lo que tienes
-No puedo abrirlo -respondió Jax-. El nudo se me resiste
El ermitaño cerró los ojos un momento y escucho. Entonces abrió los ojos, miró a Jax y frunció el entrecejo.
-El nudo dice que intentaste romperlo. Que lo forzaste con un cuchillo. Que lo mordiste con los dientes.
-Es verdad -admitió Jax, sorprendido-. Ya te lo he dicho, intenté abrirlo por todos los medios.
-No por todos -dijo el ermitaño con retintín. Levantó el fardo hasta que el nudo del cordón le quedó a la altura de los ojos-. Lo siento muchísimo, pero ¿te importaría abrirte? -Hizo una pausa-. Sí. Te pido perdón. No volverá a hacerlo.
El nudo se deslió. el ermitaño desplegó el fardo en el suelo. Jax esperaba encontrar dinero, piedras preciosas, algún tesoro que pudiera regalar a la Luna. Pero lo único que contenía aquel fardo era un trozo de madera torcido, una flauta de piedra y una cajita de hierro.
La flauta fue lo único que le llamó la atención a Jax. Estaba hecha de una piedra de color verde claro.
La flauta es bonita -dijo Jax encogiéndose de hombres-. Pero ¡para qué sirven un trozo de madera y una caja demasiado pequeña para guardar nada?
-¿No lo oyes? -preguntó el ermitaño meneando la cabeza-. La mayoría de las cosas susurran. Estas cosas gritan. -Señaló el trozo de madera retorcido-. Si no me equivoco, eso es una casa plegable. Y muy bonita, por cierto.
-¿Qué es una casa plegable?
-Puedes doblar un trozo de papel varias veces hasta hacerlo muy pequeño, ¿verdad? -El anciano señaló el trozo de madera-. Pues una plegable es lo mismo. Solo que es una casa, por supuesto. Pero no la despliegues aquí, no quiero una casa delante de mi cueva tapándome el Sol. Asegúrate de encontrar un buen lugar y despliégala allí.
-De acuerdo, ¿y la caja? -Jax estiró un brazo y la cogió. Era oscura, y fría, y lo bastante pequeña para guardarla en un puño.
-Está vacía.
-¿Cómo lo sabes?
-Escuchando -respondió el anciano-. Me sorprende que no lo oigas. Es la cosa más vacía que he oída jamás. Tiene eco. Sirve para guardar cosas.
-Me parece que voy a continuar mi camino -dijo Jax.
-¿Estás seguro de que no quieres quedarte un mes o dos aquí? -preguntó el anciano-. Podrías aprender a escuchar un poco mejor. Escuchar es útil.
-Ya me has dado algunas cosas en las que pensar. -repuso Jax-. Y creo que tienes razón: no debería perseguir a la luna. debería hacer que la luna venga a mí.
Jaz se marchó a la mañana siguiente, siguiendo a la luna por las montañas. Al final encontró un terreno extenso y llano acurrucado entre las cumbres más altas.
Jaz sacó el trozo de madera y empezó a desplegarlo trozo a trozo. Pero la casa era mucho más grande d elo que había imaginado. Cuando la luna llegó al cielo, la casa todavía estaba sin terminar.
Quizás Jax se diera prisa o fue mala suerte. El caso es que desplegó una mansión magnífica, inmensa. Pero no encajaba bien. Había escaleras que en lugar de subir iban de lado. A algunas habitaciones les faltaba paredes, otras el techo. Pero a Jax todo esto no le importó, así que corrió corriendo a la torra más alta, sacó su flauta y se puso a tocar lo mejor que pudo.
Tocó una dulce canción bajo un firmamento despejado. Al oírla, la luna descendió a la torre. Pálida, redonda y hermosa se plantó frente a Jax en todo su esplendor, y por primera vez en su vida, Jax sintió un atisbo de gozo.
Entonces hablaron, Jax le contó su vida. La luna escuchaba y sonreía. Pero al final, se quedó mirando el cielo con nostalgia. Jax sabía que significaba aquello.
-Quédate conmigo -suplicó- Solo puedo ser feliz si eres mía.
-Debo irme -replicó ella-. El cielo es mi hogar.
-Yo he construido un hogar para ti -Dijo Jax mostrándole su enorme mansión con un ademán-. Aquí hay suficiente cielo para ti.
Debo irme -insistió ella-. Ya llevo demasiado tiempo aquí. Pero volveré. Soy inalterable. Y si tocas la flauta para mí, vendré.
Te he ofrecido tres cosas -dijo él-. Una canción, un hogar y mi corazón. Si quieres irte, ¡por qué no me ofreces tres cosas a cambio?
La luna rió y extendió los brazos mostrándole la palma de las manos.
-¿Qué tengo yo que pueda regalarte? Pero si puedo dártelo, pídeme y yo te daré.
-Primero te pediría una caricia de tu mano -dijo Jax.
-Una mano estrecha la otra, y te concederé lo que me pides.
Estiró un brazo y lo acarició con una mano suave y fuerte. Al principio parecía fría, y luego maravillosamente caliente. A Jax se le erizó el vello de los brazos.
-Después te suplicaría un beso -dijo.
-Una boca saborea la otra, y te concederé lo que me pides.
Se inclinó hacia Jax. su aliento era dulce, y sus labios, firmes como una fruta. Aquel beso le cortó la respiración a Jax, y por primera vez en su vida, en su boca asomó un amago de sonrisa.
-Y ¿cuál es tu tercera petición? -preguntó la luna. Tenía los ojos oscuros e inteligentes, y su sonrisa era sincera y cómplice.
-Tu nombre -suspiró Jax-. Así podré llamarte.
-Un cuerpo... -empezó la luna avanzando con ansia hacia Jax. Entonces se detuvo-. ¿Solo mi nombre? -preguntó deslizando una mano alrededor de la cintura de Jax.
Jax asintió. La luna se le acercó y le susurró al oído:
-Ludis.
Jax sacó la cajita de hierro y cerró la tapa y atrapó el nombre de la luna.
-Ahora tengo tu nombre -dijo con firmeza-. Así pues, tengo dominio sobre ti. Y te digo que debes quedarte conmigo eternamente, para que yo pueda ser feliz.
Y así fue, la caja ya no estaba fría. Estaba caliente, y Jax notaba el nombre de la luna dentro, revoloteando como una palomilla contra el cristal de una ventana.
Quizá Jax cerrara la caja demasiado despacio o simplemente tuviera tan mala suerte como siempre. El caso es que solo pudo atrapar un trozo del nombre de la luna. Por eso Jax puede tener para él la luna un tiempo, pero ella siempre se le escapa. Sale de la mansión rota de Jax y vuelve a nuestro mundo. Aun así, él tiene un trozo de su nombre, y por eso ella siempre debe regresar a su lado. 

Sobre los Secretos


Este es un fragmento de "El Temor de un Hobre Sabio" se basa en los dos tipos de secretos. Me gustó mucho este fragmento, ya, quien lo escribió (Patrick Rothfuss) los conoce bien. Teccam, que se menciona aquí, es un antiguo escritor que se menciona bastantes veces en el libro.


Hay secretos de la boca y secretos del corazón.
La mayoría de los secretos son secretos de la boca. Chismes compartidos y pequeños escándalos susurrados. Esos secretos ansían liberarse por el mundo. Un secreto de la boca es como una china metida en la bota. Al principio apenas la notas. Luego se vuelve molesta, y al final, insoportable. Los secretos de la boca crecen cuanto más los guardas, y se hinchan hasta presionar contra tus labios. Luchan para que los liberes.

Los secretos del corazón son diferentes. Son íntimos y dolorosos, y queremos, ante todo, escondérselo al mundo. No se hinchan ni presionan buscando una salida. Moran en el corazón, y cuanto más se los guarda, más pesados se vuelven.

Teccam sostiene que es mejor tener la boca llena de veneno que un secreto en el corazón. Cualquier idiota sabe escupir el veneno, dice, pero nosotros guardamos esos tesoros doloroso. Tragamos para contenerlos todos los días, obligándolos a permanecer en lo más profundo de nosotros. Allí se quedan, volviéndose cada vez más pesados, enconándose. Con el tiempo, no pueden evitar aplastar el corazón que los contiene.



Gran razonamiento sobre los secretos, todos, evidentemente, tenemos de los dos tipos, pero... ¿Cuánto queda para que los secretos del corazón nos aplaste nuestro propio corazón? Buen razonamiento que se me acaba de ocurrir ahora mismo. Lo dejo para que penséis.

Carta para una hija


 Esta carta, la escribió Víctor Hugo y se la entregó a su hija cuando se casó, son las palabras que un padre le dedicaría a su hija. Cuando me dieron esta fotocopia, la prefesora dijo que era una carta a su hija. La carta tiene buenos consejos para todos.
Pido disculpas si hay algún tipo de error, ya que, lo he traducido yo mismo del catalán y rápido.

Te deseo primero que ames, y que amando te amen. I que si no es asi, seas breve en olvidar y después de olvidar, no guardes rencor.

Te deseo también que tengas amigos i, aunque poco sabios, sean nobles y fieles, i que haya almenos uno en quien puedas confiar ciegamente. Y porque la vida es así, te deseo también que tengas enemigos. Ni muchos ni pocos, en la medida exacta, porque así te harán cuestionar tus propias certezas. Y que entre ellos, haya almenos uno que sea justo, para que no te sientas demasiado segura.

Te deseo también que seas útil, pero no insustituible. Y que en los momentos difíciles, cuando no te quede nada más, esta utilidad te sirva para mantenerte en pie.

Igualmente, te deseo que seas tolerante. NO con aquellos que se equivocan poco, perque eso es muy fácil, sino con los que se equivocan mucho i de manera irremediable, i que haciendo buen uso de tu tolerancia  sirvas de ejemplo a los demás.

Te deseo que siendo joven no madures muy deprisa, i que cuando ja hayas madurado, no insistas en rejuvenecer, i que siendo vieja no caigas en la desesperación. Porque cada edad tiene su gozo i su dolor i han de fluir entre nosotros.

Te deseo también que tengas alguien de quien responde, que veas como crece y madura u que reconozcas tu aportación en su forma de ser y en su forma de sentir. En aquello bueno, porque no hau nada mñas hermoso en lam vida, i en aquello malo, porque te hará sentir tus limitaciones más profundas. Y porque seas consciente que aunque no no te lo quieras creer, y por mucho que intentes evitarlo, hay muchas cosas que se nos escapan de las manos. Por suerte.

Te deseo de paso un poco de tristeza. No todo el año, sino tan solo un día. Pero que este día te sirva aera descubrir que el reir habitual es bueno, que el reir diario es aburrido i que el reir constante es malsano.

También te deseo que vivas momentos difíciles, aquellos que pongan a prueba nuestra frágil fortaleza, y que te enseñen quien eres y a quien tienes a tu lado. Y que cuando estos momentos difíciles pasen, porque tarde o temprano siempre acaban pasando, sepas darte cuenta de que todo se puede superar i que, aunque muy poco, eres un poco mejor que antes. Y que entonces sepas darselo a los demás, ayudandolos cuando les lleguen las dificultades.

Te deseo que descurbras, y con máxima urgencia, que más allá de tu día a día existen i te rodean seres oprimidos, tractados con injusticia, y personas infelices.

Te deseo que acaricies un gato, tires una piedra a un rio y escuches el silencio del alba, porque serás feliz con nada. Deseo también que plantes una semilla, por pequeña que sea, i que l'acompañes en su crecimiento, con tal que descubras de cuantas vidas está hecho un árbol.

Te deseo también que tengas dinero, porque es necesario ser práctico. Y que almenos una vez al año pongas una parte delante tuya i digas: "Esto es mío", sólo porque quede claro quien es el dueño de quien.

Te deseo que ninguno de tus sueños se muera, pero que si se muere alguno, puedas llorar sin lamentarte de no haber hecho el máximo posible. Y que en seguida, alzar la vista y volver a empezar.

Si todas estas cosas te llegan a pasar, no tengo nada más que desearte.

-Víctor Hugo- 
Traducción, David Simó.

Hamlet, Acto III, Escena IV


Sin duda, una de las más célebres escenas de esta grandísima obra. Habla Hamlet

Ser o no ser, ésa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar que sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

El Corazón Acusador


Sé que el título original no es exactamente así, sino "El corazón acusador" pero da igual, se entiende. Este relato es uno de mis preferidos.

El corazón delatador


¡Es cierto! Soy nervioso, nervioso hasta la locura. Siempre lo he sido y lo seré; sin embargo, ¿podrías decir que estoy loco? La enfermedad agudizó mis sentidos, ni los destruyó ni los apagó. Sobre todo, tenía el sentido de l oído agudo. Era capaz de oír todo sobre el cielo y la tierra. Oía muchas de las cosas del infierno. ¿Cómo puedo estar loco? Escuchen y observen con qué tranquilidad, con qué cordura les cuento toda la historia.


Me resulta imposible decir cómo me vino esa idea a la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me perseguía día y noche. No existía fin alguno. No había pasión.
Yo quería mucho al viejo. Nunca había sido malo conmigo. Nunca me había insultado. No deseaba su oro. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Unos de sus ojos se asemejaba al de un buitre, de color azul pálido, recubierto por una fina membrana, Cada vez que ese ojo se posaba en mí, se me enfriaba la sangre; y así, poco a poco, muy poco a poco, fui decidiendo quitarle la vida al viejo y librarme así de una vez por todas de ese ojo.


Pues bien, así fue. Creeréis que estoy loco. Los locos no saben nada. Sin embargo, deberías haberme visto. Deberíais haber visto con qué sabiduría procedí, con qué cuidado, con qué previsión, con qué disimulo me puse a trabajar. Nunca fui tan amable con el viejo como la semana antes de matarlo. Y cada noche, cerda de medianoche, yo hacía girar el picaporte de su puerta y la abría, con mucho cuidado.
Después, una vez la puerta estaba lo suficientemente abierta como para pasar la cabeza, levantaba la linterna cubierta, completamente cubierta, para que no se viera luz alguna, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Cómo os habrías reído si hubierais visto con qué astucia pasaba la cabeza! La movía muy despacio, lentamente, para no despertar al viejo de su sueño. Me llevaba casi una hora meter toda la cabeza por esa abertura hasta donde podía verlo dormir sobre su cama. ¡Ja! ¿Podría un loco actuar con tanta prudencia? Luego, cuando mi cabeza estaba bien dentro de la habitación, descubría con cautela la linterna, cuidadosamente (las bisagras hacían ruido), hasta que un único rayo de luz caía sobre el ojo de buitre. Hice todo esto durante siete largas noches, cada noche cerca de las doce, peri siempre encontraba el ojo cerrado, y me era imposible llevar a cabo mi trabajo, ya que no era el viejo quien me irritaba, sino su ojo. Y cada mañana, al amanecer, iba sin miedo a su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Por tanto veréis que tendría que haber sido un viejo muy sagaz para sospechar que cada noche, a las doce, yo le observaba mientras dormía.
La octava noche fui aún más cuidadoso al abrir la puerta. El minutero de un reloj de pulsera hubiera movido más rápido de lo que se movía mi mano. Nunca antes de aquella noche había sentido el alcance de mi fuerza, de mi astucia. Era casi incapaz de contener mis sentimientos de triunfo, al pensar que estaba abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis acciones e ideas secretas. Me reí ente dientes antes esa idea. Y tal vez él me oyó, porque se movió en la cama, de repente, como sobresaltado. Pensaréis que retrocedí, pero no fue así. Su habitación estaba tan oscura como la noche más cerrada, ya que él cerraba las persianas por miedo a los ladrones; sabía entonces que no me vería abrir la puerta, así que seguí empujando suavemente, suavemente.



Ya había introducido la cabeza y estaba a punto de descubrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló con el cierre metálico y el viejo se incorporó de repente, gritando: -¿Quién anda ahí?
Me quedé quieto sin decir nada. Durante toda una hora, no moví ni un músculo, y durante aquel intervalo no le oí volver a acostarse. Seguía sentado en la cama, escuchando, como había hecho yo mismo, noche tras noche, los relojes de la muerte colgados de la pared.
De pronto escuché un quejido y supe que era el quejido del terror mortal. No era un quejido de dolor o tristeza. ¡No! Era el sonido ahogado que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Yo conocía perfectamente ese sonido. Muchas veces, justo a medianoche, cuando todo el mundo dormía, surgía de mi pecho, profundizando con su temible eco los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía y sentí lástima por él, aunque en lo mas hondo de mi corazón reía a carcajadas. Sabía que él había estado despierto desde mi primer débil sonido, cuando se había movido en la cama. Des de aquel momento sus miedos no habían hecho sino aumentar. Intentaba imaginar que aquel ruido era inofensivo, pero no podía. Se decía a sí mismo: “No es más que el viento en la chimenea, no es más que el caminar de un ratón sobre el suelo”, o “No es más que un grillo que chirrió una sola vez”. Sí, trataba de convencerse de estas suposiciones, pero era en vano. Todo en vano, ya que la muerte, al acercársele se había deslizado furtiva y envolvía a su víctima. Y era la fúnebre influencia de aquella imperceptible sombra la que le movía a sentir, aunque no veía ni oía, la presencia de mi cabeza en la habitación.


Tras esperar mucho tiempo, muy pacientemente, sin oír que se acostara, decidí abrir un poco, muy poco, una ranura en la linterna, Entonces la abrí -no sabéis con qué suavidad- hasta que, por fin, un único rayo, como el hilo de una telaraña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo del buitre. Estaba abierto, bien abierto y al mirarlo me enfurecí, lo veía con toda claridad, su color azul apagado, con aquella terrible película que helaba mi alma, pero no podía ver parte alguna de la cara o el cuerpo, ya que había dirigido el rayo, como por instinto, exactamente al punto maldito.


¿No es he dicho ya que lo que vosotros creéis locura es solo una mayor agudeza de los sentidos? Luego llegó a mi oídos un suave, triste y rápido sonido, como el de un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me resultaba familiar. Era el latido del corazón del viejo. Hizo aumentar mi furia como el redoblar de una tambor estimula al soldado en la batalla.


Sin embargo, incluso en aquel momento me contuve y permanecí en silencio. Apenas respiraba. La linterna inmóvil. Intenté mantener con toda firmeza la luz sobre cada ver más rápido y mas fuerte a cada instante. El miedo del viejo debía de ser espantoso. Era cada vez , más fuerte, más fuerte, más fuerte…¿Me entendéis? Ya os he dicho que soy nervioso, lo soy. Pues bien, en la hora muerta de la noche, entre el atroz silencio de la antigua casa, un ruido tan extraño me excitaba con un terror incontrolable. Sin embargo, me contuve por unos minutos y me quedé quieto. Pero el latido era cada vez más fuerte, más fuerte. Creí que aquel corazón iba a explotar. Y se apoderó de mí una nueva ansiedad: ¡los vecinos podrían escuchar el latido del corazón! ¡Al viejo le había llegado la hora! Con un fuerte grito, abrí la linterna y me precipité al interior de la habitación. El viejo clamó una vez, sólo una vez. En un momento, lo tiré al suelo y arrojé la pesada cama sobre él. Después sonreí alegremente al ver que el hecho estaba consumado. Sin embargo, durante muchos minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. No me preocupaba, porque el latido no podría oírse a través de la pared. Finalmente cesó. El viejo estaba muerto. Aparté la cama, y examiné el cuerpo. Sí, estaba duro, duro como una piedra. Pasé mi mano sobre el corazón y allí la dejé durante unos minutos. No había pulso. Estaba muerto. Su ojo ya no me preocuparía más.


Si aún creéis que estoy loco, no pensaréis lo mismo cuando describa las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche avanzaba y trabajé con rapidez, pero en silencio. En primer lugar descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas.


Después levanté tres planchas del suelo de la habitación y deposité los restos en el hueco. Luego recoloqué las tablas con tanta inteligencia y astucia que ningún ojo humano, ni siquiera el vuestro, podría haber detectado nada extraño. No había nada que limpiar; no había manchas de ningún tipo, ni siquiera de sangre. Había sido demasiado precavido como para permitir eso. La recogí toda con un tina. ¡Ja, ja!


Era las cuatro cuando terminé estas tareas…Aún era tan de noche como medianoche. Al sonar la campanada de la hora, golpearon la puerta de la calle. Bajé a abrir muy tranquilo, ya que no tenía nada que temer. Entraron tres hombres y se presentaron, muy cordialmente, como oficiales de la policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, sospechaba que se había cometido un crimen, así que había cursado una denuncia a la policía, y ellos, los oficiales, habían sido enviados a registrar el lugar.


Sonreí, ya que no había nada que temer. Les di la bienvenida a los caballeros. Dije que el alarido era cosa mía, exhalado por mí durante un sueño. Dije que el viejo estaba fuera de la ciudad, en el campo. Guié a los visitantes por toda la casa. Les dije que registraran bien. Finalmente los llevé a su habitación, les enseñé sus tesoros, seguros e intactos. En el entusiasmo de mi confianza, llevé sillas al cuarto y les dije que descansaran allí mientras yo, con la salvaje audacia que me daba mi triunfo perfecto, colocaba mi silla sobre el mismo lugar donde reposaba el cadáver de la víctima.


Los oficiales se mostraros satisfechos. Mis formas los habían convencido. Yo me sentía especialmente cómodo. Se sentaron a hablar de trivialidades mientras yo les contestaba muy animado. Pero, de repente, empecé a sentir que me ponía pálido y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y me pareció oír un sonido; pero ellos se quedaron sentados y siguieron conversando. El ruido se hizo cada vez más claro, cada vez más claro. Hablé más para tratar de olvidar esa sensación; pero cada vez se hacía más claro…hasta que por fin me di cuenta de que el ruido no solo estaba en mis oídos.


Sin duda, ahora estaba mucho más pálido, sin embargo empecé a hablar con mayor fluidez y en voz más alta. Sin embargo, el ruido aumentaba. ¿Qué hacer? Era un sonido bajo, sordo, rápido…como el sonido de un reloj de pulsera envuelto en algodón. Recuperé el aliento… pero los oficiales no lo oyeron. Hablé más rápido, con más vehemencia, pero el ruido seguía aumentando. Me levanté y empecé a discutir sobre cosas insignificantes en voz muy alta y con violentos gestos; pero el sonido no cesaba de crecer y crecer. ¿Por qué no se iban? Caminé de una lado a otro con pasos fuerte, como furioso por las observaciones de aquellos hombres; pero el sonido seguía creciendo. ¡Oh Dios? ¿Qué podía hacer? La rabia se apoderó de mí… maldije… blasfemé. Balanceando la silla sobre la cual estaba sentado, raspé con ella las tablas del suelo, pero el ruido aumentaba su tono cada vez más. Crecía y crecía y era cada vez más fuerte. Y sin embargo los hombres seguían conversando tranquilamente y sonreían. ¡Acaso era posible que no lo oyeran? ¡Dios Todopoderosos! ¡No, no! ¡Claro que lo oían! ¡Sospechaban de mí! ¡Lo sabían! ¡Se estaban burlando de mi horror! Fue lo que pensé, y sigo pensando. Cualquier cosa era preferible a tamaña agonía. Cualquier cosa era más soportable que este espanto. ¡Ya no aguantaba más esas hipócritas sonrisas! Sentía que debía gritar o morir. Y entonces, otra vez, escuchen… ¡más fuerte…, más fuerte…, más fuerte!


¡Villanos! -grité. ¡Dejen de fingir! ¡Lo confieso, yo lo maté! ¡Levanten esas tablas!… ¡Aquí…, aquí! ¡Es el latido de su horrible corazón!



 - Edgar Allan Poe-
                                        

El Cuervo



El Cuervo, por Edgar Allan Poe. Versión que adquirí en una biblioteca.


El Cuervo


Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada,
Pensativo leía unos libros de sabiduría ancestral
y mientras asentía, adormecido, de pronto sentí un rasguido,
Como si alguien llamara suavemente, suavemente a mi portal.
“Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal;
No es más que eso, nada más”.


Ah, como claramente recuerdo aquel triste diciembre,
En el que casa chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.
Ansioso esperaba yo la mañana, pues no había hallado calma
En mis libros, ni consuelo por la pérdida abismal
De la dama a quien los ángeles Leonor han de llamar,
Nombre que aquí no se ha de pronunciar.


Cada triste crujido de las purpúreas cortinas
Me embargaba de dañinas dudad jamás sentidas como tal
y, para calmar mi corazón, repetí con voz mustia:
“Es sólo un visitante que ha llegado a mi portal.
Eso es, nada más”.


Mas de pronto mi alma creció y sin vacilar dije:
“Caballero, o señora, imploro vuestras disculpas
Pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido
Y ha sido tan suave vuestra llamada a mi portal
Que dudé de haberla oído…”, y abrí de golpe el portal:
Sólo sombras, nada más.


La oscuridad otee avieso, de temor y dudas lleno,
Soñando sueños que nadie se atrevió a soñar jamás;
Pero el silencio se rompió, y por encima de toda voz,
Sólo se escuchó la palabra “Leonor”, que me atreví a susurrar…
Susurré la palabra “Leonor” y un eco la volvió a pronunciar.
Sólo eso, nada más.


Regresé a mis aposentos, con el alma envuelta en llamas,
Pero de repente volví a oír el rasguido, pertinaz.
“Seguro, seguro que esta vez alguien ha llamado a mi ventana;
Veré de qué se trata, qué intriga habrá detrás.
Que mi corazón se aplaque, y la intriga podré desentrañar.
Es el viento, nada más.
Pero, al abrir la persiana, y agitando su plumaje en la ventana,
Por ella se coló un cuervo muy solemne y ancestral.
Sin detenerse un momento, sin cumplidos, sin miramientos,
Con aspecto altivo y grave se posé en mi portal,
Se posó sobre el busto de Palas que hay encima del umbral;
Se posó, y nada más.


Entonces la negra ave tocó, con su aire grave,
Y sonriendo con extrañeza, mi gris solemnidad.
“Tu negro penacho -le espeté-, no te impide ser
Osado, viejo cuervo viajero de la oscuridad abisal;
Dime, ¿cuál es tu nombre en la noche infernal?”
Y el cuervo dijo: “Nunca más”.


Maravillome que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa,
Y, sin sentido, su respuesta era poco cabal;
Pues no se puede negar que ningún hombre ha tenido
Ocasión de ver posado semejante pájaro en su portal.
Ni ave ni bestia alguna sobre la estatua del portal
Que se llamara “Nunca más”.


Mas el cuervo solo pronunció desde su púlpito del busto,
Como si en ello le fuera el alma, la misma palabra.
No dijo palabra ni movió pluma alguna
Hasta que, asustado musité: “He visto a otros amigos volar;
Por la mañana él también, como mis esperanzas, me abandonará”.
Y el pájaro dijo: “Nunca más”.


Certera respuesta que dejó mi alma traspuesta;
“Sin duda -me dije-, repite lo que ha podido asimilar
De repertorio olvidado de algún amo cuya desgracia
De lo  severa redujo su esperanza a un refrán:
“Nunca, nunca más”.


Ya que el cuervo aún convertía en sonrisa mi desdicha
Planté un mullido sillón frente al ave, el busto y el porta;
Y rodeado de terciopelo me afané con ansia y recelo
En descubrir que pretendía la funesta ave ancestral
Al decir: “Nunca más”.




En eso pensaba, sentado, aunque sin decir palabra
Al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;
En eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada
Sobre el purpúreo cojín que en candil hacía brillar.
Aquel cojín purpúreo que ella gustaba más de usar,
Y ya no usará nunca más.


Luego el aire se hizo denso, como repleto de incienso
Mecido por serafines con un andar leve musical.
“¿Miserable! -grité-. ¿Tu Dios estos ángeles dirige
Hacia ti con el brebaje que a Leonor te hará olvidar!
¿Bebe, bebe el dulce brebaje, y a Leonor olvidarás!”
Dijo el cuervo: “Nunca más”.


“¿Profeta! -grité-, malvado ser, profeta eres, diablo alado.
¿Fue la tentación o quizá por una tempestad,
La que trajo tu torvo plumaje hasta este tenue paraje,
A esta morada espectral? Te imploro, dime ya,
Por favor, te imploro: ¿existe algún bálsamo en Galaad?”
Dijo el cuervo: “Nunca más”:


“¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, ¡diablo alado!
Por el Dios que adoramos, por el manto celestial,
Dile a esta alma perdida si en el Edén lejano
A Leonor, ahora dama entre ángeles, podré abrazar”.
Dijo el cuervo: “Nunca más”.


“¡Que esa se la señal de tu final!”, dije, dando un paso atrás;
¡Vuelve con la tormenta a la negrura abisal!
¡No quiero ver tu plumaje en recuerdo de tu ultraje,
Olvida mi portal!¡No rompas más mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!”
Dijo el cuervo: “Nunca más”.


Y el osado cuervo, impávido aun sigue, ahí posado,
En el pálido busto de Palas que hay encima del portal;
Y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,
Y su sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;
Y mi alma, de es asombra que tumbada flota fantasmal,
No se alzará…¡nunca más!







-Edgar Allan Poe-