lunes, 30 de abril de 2012

El silencio de la muerte

Esto que voy a contar pasó de verdad. Hace ya bastantes años de eso. Ni siquiera recuerdo el año. Pero recuerdo la fecha aproximada, como para olvidarlo... Cosas así, como las que pasaron aquel día, nunca se olvidan.

No recuerdo el año,  ni la fecha exacta, pero si recuerdo que era una noche lluviosa del frío mes de Noviembre. Ese día, mi hermana, mi madre y yo estábamos en la consulta de un hospital, ya que, tanto mi hermana y yo teníamos la gripe o faringitis.
Sobre las 5 de la tarde llegamos al hospital. La secretaria nos dijo que en unos minutos nos atendían. Una familia estaba delante nuestra, después veníamos nosotros. Ese día yo tenía mucha fiebre, estaba somnoliento, como es lógico, pero todavía me quedaban fuerzas para prestar atención a todo lo que me rodeaba; las gotas de lluvia al chocar contra los cristales, el sonido del teclado de la secretaria, los pasos por los pasillos, el penetrante tic tac del reloj de la sala, el zumbido del movimientos de las piernas de mi hermana que colgaban de la silla, mi entrecortada respiración... Creo que fue mi capacidad de concentración en aquel momento el hecho que lo que pasó en aquella fría y lluviosa tarde de Noviembre se quedará grabado en mis recuerdos para siempre.
Habían pasado ya unos 10 minutos cuando un hombre llegó, con su hijo de unos 5 años, apoyado contra su pecho envuelto en una pequeña mantita para bebés. El hombre aquel, se alejó de todo ser viviente de la sala, se acurrucó en un rincón, como si todos nosotros fuéramos peligrosos, contagiosos o como si él quisiera evitar contagiarnos a nosotros.
Todavía con la fiebre, estaba yo apoyado sobre el regazo de mi madre, cuando entró ese hombre. Prácticamente no habían pasado ni 3 minutos cuando la enfermera lo llamó. El hombre, antes de levantarse miró a su hijo, con los ojos empapados en lágrimas, se levantó y siguió a la enfermera. Mi mente inocente no entendía aquella situación, pero a lo largo de los años y de tanto recordarlo lo llegué a comprender.
Justo cuando salió aquel hombre, el pediatra de turno, el que nos iba a atender, entró en la sala y dijo que se iba a retrasar, ya que había surgido una urgencia. Nosotros, sin saber qué hacer, nos quedamos allí esperando. Las horas fueron pasando tan lentas como la caída de las hojas y se hicieron tan pesadas como las rocas que sustentan la tierra.
No paró de llover hasta el amanecer del día siguiente, era una noche muy fría. Y a medida que pasaban las horas, me encontraba más cansado y débil, pero todavía era capaz de percibir todo mi alrededor, ya no era todo una sala de espera normal, con sus típicos sonidos, ya no, había un total silencio sepulcral, el silencio de la muerte, ni siquiera el repiqueteo de las gotas de lluvia fue capaz de romper aquel silencio. 
Pasadas unas largas horas, ese silencio se rompió con la voz de le enfermera que nos llamaba para pasar a consulta. Allí, en esa sala pequeña, el pediatra con rostro apagado, nos recibió con poco entusiasmo. Le conocía de toda la vida, era mi pediatra de cabecera. Mi madre, un tanto indignada por las horas de espera, le preguntó el motivo exacto de tantas horas de espera. Él, por la confianza mutua que había de tantos años siendo nuestro pediatra, nos dijo con voz lúgubre que había entrado de urgencia un niño de unos 5 años afectado gravemente de Meningitis C. Hubo que intervenir, pero no consiguieron salvarlo.

No recuerdo el gesto de mi madre, pero sé que a todos nos pesó esa noticia. No consigo recordar más detalles de ese momento, la edad y la fiebre han hecho lo suyo, pero sí recuerdo que, el salir del hospital rumbo al coche bajo la lluvia, le pregunté a mi madre que era aquello dr Meningitis. Sólo fue capaz de decirme que es una grave enfermedad que no tiene piedad.

Eso es todo lo que recuerdo de aquella fría tarde. Era muy pequeño para recordar todos los detalles, pero el pesar del recuerdo, se quedó grabado en mi mente y allí perdurará para siempre...

-Dave Arges-

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